LOS DOS RETRATOS DE ISOLDA ESPLÁ

Muchos de los cuadros de Emilio Varela me seducen, su luminosidad me traslada emociones que estoy convencido que sintió el artista al pintarlos. 

En el Museo de Bellas Artes Gravina de Alicante vi el cuadro titulado “Isolda Esplá con su hijo” que, extrañamente, en este caso, me transmitía tristeza y ternura a la vez. La belleza está ausente en el cuadro. Prevalece la sombra. Isolda parece con el alma rota o quebrada teniendo como único horizonte el niño que protege ¿Quiso Varela captar el alma triste de la modelo? Quedé intrigado porque faltaba la luz y Varela es plásticamente luz emocionada. ¿Qué sentía Varela al pintarlo? ¿Por qué el color de su paleta se había apagado en esta obra hasta parecer tenebrosa? 

Algún tiempo después vi otro retrato que Varela hizo a Isolda cuando ésta era muy joven. En éste había elegancia y brillantez. Me intrigó la disonancia plástica entre ambos. 

El retrato fue adquirido por el Mubag lo que me permitió verlos uno junto al otro y asombrarme de las dispares emociones que transmitían. Quise saber por qué con la misma modelo Varela transmitió sensaciones tan opuestas. De mi investigación surgió un escrito que titulé “Los dos retratos de Isolda Esplá” que transcribo a continuación.

 

Emilio Varela en Aitana con Isolda Esplá y amigas

LOS DOS RETRATOS DE ISOLDA ESPLÁ. ESTUDIO Y DATACIÓN.

Dedicado a Elisa Gil Gasset, fiel a la memoria de personas que aquí se citan, con quienes compartió su vida y tanto quiso.

 

ISOLDA ESPLA

 

ISOLDA ESPLÁ” Óleo sobre lienzo. 79 x 65 cms. Dedicado “Para Isoldita. Emilio Varela”. Museo de Bellas Artes Gravina. Alicante

En 2010 se realizó en Alicante la gran antológica “Emilio Varela, pintor universal”. Hubo especial interés en presentar, junto a obras altamente representativas del artista, el mayor número posible de inéditas, de las que lograron reunirse muchas que habían permanecido en domicilios particulares, desconocidas hasta entonces por el público. Los visitantes se sorprendieron comprobando el luminoso caudal de color que Varela prodigó en los paisajes descubiertos, pero en esta ocasión el atractivo de estas obras de espacios naturales, calles, pueblos y rincones entrañables de la ciudad, rivalizó en el reconocimiento y admiración con varias obras de una modalidad menos valorada: cuatro excepcionales retratos entre los que figuraba el magnífico de Isolda Esplá, muy joven.

Fue un feliz descubrimiento y de inmediato considerada una pieza maestra, a la vez que uno de los mejores retratos realizados por el artista. Si es el paisaje el que hasta ese momento había triunfado en las exposiciones de Varela, en esta ocasión reinaron igualmente cuatro retratos: el de Eduardo Irles, el de Manuel Tormo, el de doña Remedios y el de Isolda Esplá, los dos últimos inéditos hasta entonces en exposiciones, cedidos por los herederos de Antonio Mira de Orduña Esplá.

El conocimiento psicológico que Varela poseía de los cuatro personajes, así como el de sus vidas e inquietudes, unidos al afecto que les dispensaba, dio como fruto cuatro expresivas obras, absolutamente distintas en sus planteamientos artísticos, que reflejan el sentimiento y personalidad de cada uno de ellos. No hay idealización ni concesiones pictóricas mas allá de lo que cada personaje expresa en las posiciones escogidas para ser retratados. Salvo en el de Manuel Tormo, el autor desprecia la oportunidad de incorporar elementos complementarios: fondos con paisaje, objetos relacionados con cada uno, muebles u otros motivos, dejando a los personajes solos ante si mismos, con su realidad, con su mundo íntimo.

 

“ISOLDA ESPLÁ CON SU HIJO” Óleo sobre lienzo. 75 x 69 cms. Firmado E. Varela. Museo de Bellas Artes Gravina. Alicante

Para quienes conocían otro retrato existente, “Isolda con su hijo”, propiedad de la Diputación de Alicante, fue sorprendente e inevitable la comparación con el de la muestra por muchos motivos. Las grandes diferencias entre uno y otro, tanto en sus planteamientos artísticos como en la imagen obtenida de la misma modelo entrañaban incógnitas, y hasta cierto misterio, que intentaremos analizar. El sorprendente contraste que ofrecen ambos retratos sorprendió a muchos y es el que motiva este estudio.  

Isolda niña en “El Paraíso”

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Isolda Amanda Esplá Domingo nació en Alicante el 3 de abril de 1911, y fue bautizada en la parroquia de San Juan Bautista del barrio de Benalúa. Era hija de Trino Esplá Visconti y de su segunda esposa, María de los Desamparados Domingo e Inglada. De su primer matrimonio don Trino tenía un hijo con amplia notoriedad en el mundo de la cultura, el compositor Oscar Esplá y Triay, con 25 años cuando nació Isolda. 

Disfrutó Isolda de una niñez y adolescencia privilegiadas en todos los aspectos; y de forma especial en los educativos, si bien éstos fueron singulares, sin ajustarse a los modelos oficiales establecidos, y si mucho mas próximos al espíritu ilustrado, libre y tolerante, que emanaba de la Institución Libre de Enseñanza de la que fue consecuencia entre otras la Residencia de Estudiantes, fundada un año antes del nacimiento de Isolda.  En la Residencia se fomentaba la tolerancia y respeto con las diferencias individuales, la libertad de opiniones y la independencia de los ciudadanos,

De aquel espíritu nació el afán por mejorar el nivel de la mujer española. Era la plataforma desde la que iban a lanzarse las jóvenes con inquietudes intelectuales hacia las aulas universitarias. En aquel movimiento participó de modo activo Oscar Esplá que sintió el inevitable, a la vez que fraternal, impulso de formar a su pequeña hermana con los nuevos sistemas educativos, de lo que se ocupó preferentemente él mismo desde el primer momento, dada la adoración que le tenía, tal vez por el recuerdo imborrable de la primera que tuvo –Amanda- un año menor que él, que murió teniendo nueve años.   

Oscar disfrutaba de una economía saneada y de una gran vivienda en las afueras de Alicante denominada “El Paraíso” rodeada de jardines, con vistas al castillo de Santa Bárbara y la ciudad.  Allí recibía clases Isolda de profesores expresamente designados por Oscar. Las materias elegidas tenían especial acento humanista. El mismo Oscar se ocupó de darle clases de francés, de música, matemáticas y nociones de filosofía, teniendo como disciplina principal la lectura diaria de libros escogidos por el.

Esta singular forma protectora, y el entorno familiar, propiciaron a Isolda en su niñez y adolescencia numerosas ocasiones de relación con personalidades pues hasta “El Paraíso” llegaron entre otros invitados Joaquín Sorolla, Federico García Lorca, Adolfo Salazar, Pedro Salinas, Valery Larbaud… Era aquella finca lugar de encuentro con familias amigas entrañables como las del catedrático y economista Germán Bernácer, el abogado criminalista Guardiola Ortiz, el escultor Vicente Bañuls, el Director del diario de Alicante Emilio Costa, el arquitecto Juan Vidal, o la del Cónsul de Francia Antonino Maignón, suegro del escritor Gabriel Miró.

Aquella etapa de su vida supuso un verdadero paraíso para Isolda, colmada de cariño, y de bienes culturales y materiales. Su espacio vital lo amplió Oscar llevándola frecuentemente en viajes a distintas ciudades, Madrid y Barcelona entre ellas, y acompañándola a acontecimientos culturales de primer orden.

 

Isolda Amanda Esplá, conoció a Emilio Varela siendo niña por la cercanía que desde 1918 tenía Oscar con el pintor, hacia el que desde el principio de su amistad había adoptado una actitud benefactora. Varela era una de las personas a las que Isolda quería y en la que confiaba. Por las numerosas ocasiones en que Varela fue a su casa y a la de su padre, Trino Esplá, invitado por éstos, frecuentó su amistad muchas veces, siendo especialmente intensa esta relación en las ocasiones en que Oscar Esplá invitaba al pintor a su casa de  Aitana y éste compartía la vida familiar.

En 1929, cuando Isolda Esplá Domingo tenía 18 años, Emilio Varela pinta, de forma magistral, el primero de sus retratos. Un año antes, en junio de 1928, invitado por Oscar Esplá, con motivo del estreno de una obra de éste en Paris para los Ballets de Antonia Mercé, Argentina, el pintor había realizado un viaje a la capital francesa en el que le acompañó como guía y amiga Isolda. Durante doce días recorrieron la gran ciudad visitando museos, estudios de pintores, establecimientos especializados en materiales y libros de arte. Isolda, con su conocimiento de la lengua francesa y su experiencia en las relaciones sociales y en desenvolverse en grandes ciudades, fue para el tímido Varela la guía perfecta. 

En este retrato se muestra la figura juvenil, de sobria elegancia, segura de si misma, de aquella muchacha que vivía momentos felices. El pintor circunda la figura de Isolda con un fondo en gama de amarillos que potencian el vestido y pelo negro recogido y la proyectan hacia quien contempla el cuadro. El fondo, con variaciones de sus amarillos hacia ocres tenues, dota a la figura de un entorno cálido, con la luz del camino personal que vivía la modelo. La potencia lumínica que modela el cuerpo de Isolda, guarda parangón con el mundo familiar que en aquel momento la arropaba en todo, proporcionándole el calor, la seguridad, el amor impregnado de alegría, el goce de la vida plena…  

1929. Isolda en Alicante

La composición del cuadro es clásica. Si hubiésemos de mencionar algún antecedente cercano al planteamiento artístico de este obra,  podríamos establecer cierta semejanza con el de “Doña Ana Colín y Perinat”, de Emilio Sala, que se encuentra en el Museo de Bellas Artes de Valencia, o el de “La señora de Urcola” de Joaquín Sorolla. 

Diez años mas tarde de la realización del primer retrato, en los finales de 1939, cuando el mazazo de la guerra había golpeado duramente a muchos españoles y persistía en sus efectos devastadores para la reconciliación y el bienestar, tanto Isolda Esplá Domingo, como Emilio Varela Isabel, acusan tan trágica prueba. El estado anímico del pintor ha cambiado sensiblemente; era muy reciente la muerte de su hermano Joaquín a quien precedieron en los cuatro años anteriores sus otros hermanos Francisco y Manuel; los amigos que le había protegido e impulsado hasta entonces habían fallecido o estaban ausentes, entre ellos Oscar Esplá, en Bélgica desde finales de 1936.

En noviembre de 1939, por espacio de una semana, había vivido Varela una amarga experiencia cuando fue detenido y encarcelado, acusado de haber firmado con varios amigos intelectuales y artistas un manifiesto en favor de la creación de una Asociación de Amigos de la U.R.S.S.  En esos angustiosos y desesperanzados momentos de su vida, Emilio Varela se refugia en personas de su entorno, experimenta una acusada sensación de aislamiento y se torna desconfiado, más temeroso y huidizo. Pareciera que la fortuna de la tranquilidad, reconocimiento social y estabilidad económica disfrutados plenamente hasta años anteriores, por los que tanto había luchado, le hubiese traicionado siéndole adversa en todo.      

Es en esa etapa de tintes oscuros en su vida cuando pinta el cuadro de “Isolda con su hijo” que posee la Diputación de Alicante, tan poco distante en el tiempo de ejecución –sólo una década-  entre el primero, de 1919,  y este otro, tan distinto en su planteamiento, resolución y resultado artísticos.

1928. Oscar Esplá con su hermana Isolda

Tenía Isolda 28 años cuando la pinta Varela por segunda vez, en esta ocasión junto a su hijo Antonio José María Mira de Orduña y Esplá, primer descendiente de su matrimonio con José María Mira de Orduña con el que se había casado en diciembre de 1935. El niño nació en Alicante en octubre de 1936, por lo que aún no tenía tres años cuando fue pintado.

En el retrato de “Isolda con su hijo” la composición sitúa el niño en un primer plano, delante de su madre, sin embargo, este es un plano subordinado al del interés pictórico. El niño se muestra erguido, firme, en perfecta perpendicularidad, protegido por los brazos de su madre que lo arropa y la firmeza del respaldo de su silloncito. En ese primer plano atrae la atención la mano del niño, ligeramente sonrosada. Es desde ese punto donde Varela conduce la visión a la imagen protagonista, que no es otra que el rostro de Isolda. Desde la pequeña mano hay líneas conductoras que discurren por el borde del camal del pantalón, el borde de la manga del jersey y el lado izquierdo del escote del vestido negro de Isolda, que nos llevan a su rostro, donde advertimos tristeza, agotamiento y desconcierto. En él vemos dos partes: una la que mira al hijo, más iluminada, y otra, que se sitúa en el lado de las sombras

El fondo de este cuadro, nos acerca a cierto tenebrismo. Ese tono, oscuro, deja entrever ligeras pinceladas que insinúan la parte superior del respaldo de una silla sobre la que está sentada Isolda. El colorido es de una paleta apagada, acorde con la austeridad que el pintor percibe, y su gama se reduce a varias tonalidades pardas que siluetean y envuelven la figura. La luz es dura y hace destacar la figura sobre el fondo. Ambos, motivo y fondo se armonizan haciendo protagonista al silencio que se percibe en la escena.  La figura de Isolda muestra un crudo realismo a la vez que es perceptible la ternura que el pintor siente hacia la modelo. Podríamos decir que la figura frágil y ascética de Isolda está impregnada de cierto misticismo. 

Si los azules son normalmente los colores del mar, del cielo y del horizonte, estos se escatiman aquí refugiándose en los personajes del cuadro. Sólo los primeros planos –y especialmente los ojos del niño- contienen este color que no abre en el cuadro nuevos espacios; no hay horizontes visibles, no hay cielo ni mar, no se percibe la esperanza; a Isolda parece que sólo le cabe refugiarse en si misma con un único e irrenunciable propósito: la protección de su hijo. 

 

1939. Isolda

El rojo, el color más cálido, intenso y emocional,  solo tiene presencia en el cuadro para destacar la manita del niño y los pómulos de Isolda,  tenuemente arrebolados. Esta ligera coloración cumple aquí la función de fijar el centro de atención, de definir, acusando más, el protagonismo del rostro enflaquecido, y estableciendo a la vez la relación de este plano en la visión conjunta de la obra. La breve pincelada de coloración en esta gama cálida permite, a la vez, que la visión del resto resulte más inhóspita, más fría. Es sin duda la percepción de vacío que Varela percibe en su modelo.

En estos años –los inmediatos posteriores al fin de la guerra- la paleta de Varela se había tornado apagada, con pinceladas de tonos ligeramente plateados y pinceladas de azules cercanos a los que identifican la paleta de El Greco, dosificadas en grado extremo. En sus cuadros, que ya no son paisajes de Aitana, se vela y ausenta en gran medida el color vibrante de sus años más fecundos. Pinta poco, y el paisaje, que había sido impulsor de su sensibilidad, queda reducido al de lugares cercanos que frecuenta en contadas ocasiones, como cuando en las afueras de la ciudad, en fincas cercanas a la Santa Faz, florecen los almendros. 

A diferencia de sus años mas creativos, 1920 a 1936, en los que Varela no se subordinaba más que a su propio interés por crear y recrear los espacios que le atraían, pintando del natural, tras la contienda civil pinta casi siempre por encargos y éstos son pocos y en su mayor parte con demanda expresa del tema tan celebrado de los almendros en flor, por lo que, a diferencia de etapas anteriores en que siempre los realizaba cuando en enero y febrero le brindaban los almendros su mas bella imagen, se ve abocado a pintar sin el paisaje, haciéndolo, contrariamente a lo que siempre rechazó, en su propia casa, con la pérdida de luminosidad, originalidad y calidad que evidencian sus lienzos pintados en interiores. En  estos casos suelen ser de tamaños mayores a los que eran habituales en su producción, pues así lo reclamaban quienes tenían lugar escogido en su casa al realizar el encargo,  por lo que los resultados en estos casos son más escenográficos. Dejó testimonio de ello en cartas a amigos: En octubre de 1940 comunicaba a Germán Bernácer “… tengo ya en marcha un retrato de señora para este mes que viene y el de un almendro en flor grande, dos metros, para Madrid.”

Coinciden en ese momento de su vida su estado anímico con su escasa producción; pierde la sonrisa, se repliega en si mismo y se torna mas taciturno y mas parco en palabras y en el color de sus lienzos. Cree entonces que lo mejor para él son los retratos de personas amigas que le evitan salidas en solitario y le ofrecen el calor de la amistad. A esos momentos corresponde el retrato de “Isolda Esplá con su hijo”

La situación anímica de Isolda Esplá Domingo pasa también por momentos muy bajos. Su padre, don Trino Esplá Visconti, falleció en mayo de 1938. Ella había padecido el sufrimiento y carencias en la guerra y también las penalidades que continuaron para muchos que, como ella y su hermano, eran considerados republicanos. La figura de Isolda que pinta Varela, muestra en su rostro la tristeza y penuria vividas. El gran cambio habido en su vida, antes placentera, la ha transformado en un ser débil, que se aferra a la vida con el irrenunciable reto de cuidar amorosa y heroicamente de su hijo.  Ambos, modelo y pintor atraviesan una etapa de abatimiento en sus vidas.

El retrato de Varela plasma claramente esa situación. Son rostros planos, con escaso relieve –como sus vidas en esa etapa- salvo en el de Isolda, en el que su amigo el pintor, tal vez conmovido, fija toda su atención convirtiéndolo en el centro visual del cuadro junto a los ojos azules y asombrados de su hijo, mirando de frente con la infinita curiosidad infantil que pretende conocerlo todo. Isolda, de forma maternal, queda limitada en la presencia de su figura poco mas que a su rostro apagado, con muy leves toques de rojo atenuado en las mejillas, pretendiendo conceder con su posición el máximo protagonismo de la escena a lo que era el principal objeto de su vida, el hijo, tras el que se sitúa sujetando la sillita del niño y aislándole de un fondo en tonos oscuros que potencia, simbólicamente, el entorno social dramático en que ambos –modelo y pintor- se encuentran. 

Cuando Varela termina su obra la firma “E. Varela”; tal como hizo en aquella época, en sus momentos más bajos e inciertos hasta entonces. Enfrentar los dos retratos nos proporciona abundante información para entender hechos trascendentales en la vida del pintor y la modelo. Nos permiten reflexionar sobre la agitación social fratricida como causante de la tragedia en esos momentos de sus vidas, y de la evolución y decadencia del ser humano en todas sus manifestaciones; en este caso la física, anímica y artística.

Y contrariamente a todo cuanto suponía destrucción se encuentra la amistad de dos seres inocentes que se refugian en la noble ayuda, en la comprensión, dedicación y afecto mutuos, del que es fruto el retrato estudiado: “Isolda con su hijo”. Varela –del único modo que le era posible, con la pintura- rinde homenaje a su amiga, a la que de este modo reconoce cuanto hizo por el en épocas anteriores.

La fecha de realización del cuadro “Isolda y su hijo” hasta ahora datada en 1944 era errónea. Por la carta de 4 de octubre de 1940, que Varela dirige a Germán Bernácer, de la que di información en mi trabajo “Emilio Varela, hondo y silencioso” de 2012, sabemos que Varela había realizado el retrato a finales de 1939: “…Este verano próximo supongo que vendrán y para entonces haré el retrato de V. y de Maruja que hace mucho tiempo quiero hacer;  recientemente hice el de Dª Amparo que se parece mucho. Ya hice el de Isolda y su primer nene al finalizar el año pasado…”. La datación es absolutamente inequívoca, no solo por lo expuesto aquí, sino porque fue este el único retrato que hizo a Isolda e hijo. 

La manifiesta edad del niño –unos tres años- y, de forma muy precisa por la carta citada, el retrato queda datado sin margen de error en finales de 1939, pocos meses después de la guerra civil que destrozara tantas ilusiones y tantas vidas.

Siendo ambas obras expuestas en un mismo espacio su observación y estudio ofrece a los visitantes una lección permanente –de orden social y artístico- demostrando como los acontecimientos que afectan sensiblemente, de forma trágica, a la vida de las personas, son expresados a través del arte, reflejo y testigo en tantos casos de la historia.

Manuel Sánchez Monllor