La imagen de una ruinosa y atestada librería «de viejo» en el centro histórico de Valencia, que visité varias veces, me inspiró este relato breve.
El Librero
Gracián llenó su juventud y su orfandad de lecturas y de visitas a rancias librerías y mercados de lance de muchas ciudades españolas. Adquirió libros que sueñan poseer estudiosos y bibliófilos. Su afán le llevó a viajar a ciudades europeas en las que continuó acreciendo su selecta biblioteca: libros raros sobre la Revolución hallados en Moscú, ediciones inglesas de El Quijote en los viejos mercados de Londres, un Zola en las librerías anticuarias de París… Seis años más tarde agotó el dinero heredado. Su patrimonio se reducía a un pequeño local en una de las viejas calles de la ciudad. Dejó la vivienda alquilada y trasladó allí sus enseres y pertenencias: los libros comprados, los de los estudios abandonados, la cama, su escasa ropa…
La librería conserva un ajado rótulo: “GRACIAN. Libros de ocasión. Se compran Bibliotecas”. El librero, en su edad madura, vive todas las horas del día en su viejo local. Es un bajo estrecho y profundo que tiene como únicos huecos al exterior una puerta y una ventanuca. Su interior es para Gracián un espacio íntimo y silencioso. Al fondo hay un pequeño cuarto en el que permanece leyendo cuando la librería está cerrada; un camastro, una mesa, una silla y una percha lo ocupan todo. No hay objetos ni enseres personales. La única luz es la de una lámpara situada sobre la mesa.
Gracián sabe donde está cada uno de los libros que inundan los prietos y numerosos anaqueles. Los ha leído y recuerda donde los compró. Cuando va por los estrechos y sombríos pasillos no precisa la luz para coger los que desea. Los libros están cubiertos con una fina capa de polvo que él limpia con la manga de su guardapolvo gris cuando los ha de ofrecer a algún cliente o los separa para su lectura. Salvo los que destacan por sus lomos con rotulaciones o con piel de pergamino, unos encuadernados, otros deshechos, parecen todos iguales, pero el librero sabe de los tesoros que encierran cada uno de ellos. Durante muchos años ha ocultado a los compradores gran parte de los que le rodean: primeras y raras ediciones olvidadas, manuscritos únicos… 2
Las salidas de Gracián a la calle y las visitas de los clientes se espacian cada vez más. Se sumerge en la lectura y olvida abrir la puerta de la calle. Sólo se deja ver por el ventanuco cuando algún antiguo comprador, sabedor de que el librero está allí, golpea los cristales. Está cansado. No contesta a las escasas llamadas del teléfono. Se muestra huraño y parco con los visitantes porque pierde tiempo para la lectura. Su laconismo se interrumpe resurgiendo en él un destello de vitalidad renovada cuando negocia y compra alguna antigua biblioteca. Pasa entonces varios días agitado, con un incesante ir y venir, colocando ejemplares apilados en lugares imposibles; aparta unos para la venta y otros los deja sobre su mesa de lectura; en la pequeña tienda de la esquina en la que siempre compra el pan y alguna vianda no le ven entrar durante varios días. Cuando se presenta de nuevo tiene prisa, va desaliñado, y su aspecto fatigado contrasta con un intenso brillo en los ojos hundidos.
En la calle comenzaron las obras tantas veces anunciadas. Colocaron junto a la fachada de la librería un gran contenedor para los escombros, las máquinas hicieron trepidar el suelo con fuerte martilleo… Durante muchos días nadie vio al viejo librero. Se abrió una ancha grieta en la fachada de la librería y el tejado cedió por un lado. Cuando se apresuraban a apuntalar la fachada ésta se desplomó arrastrando tras de si parte del tejado. Calderón, Montaigne, Baroja, Unamuno, Nietzsche, Valle Inclán, Azorín Cervantes, Lope, García Márquez: centenares de libros buscaron la luz cayendo a la calle mezclados con los escombros. Tras el estrépito se produjo una gran polvareda. Llegaron obreros, policías y vecinos. La nube de polvo fue disipándose. Como en una aparición lenta y fantasmal, iluminado por la luz solar que penetraba pronta en el recinto derruido, fue viéndose cada vez mas nítida la figura del librero, cubierto de polvo, caído sobre su vieja mesa, apoyado su enjuto rostro sobre un libro que sujetaba entre sus manos apergaminadas.
Manuel Sánchez Monllor